Me
desperté sobresaltada después de aquel sueño. Noté la suave caricia de las
sabanas sobre mi piel, aliviandome que no fueran esas negras sombras de
oscuridad. La claridad de la luz del día entraba por mi ventana. Ya era de día.
Un nuevo día.
Me
levanté, buscando cualquier cosa que ponerme. Mi camiseta favorita, unos
vaqueros y mis botas. No necesitaba ningún arreglo más para lo que iba a hacer
aquel día. Recogí la ropa que había tirado por el suelo la noche anterior,
llevé los platos sucios que se habían apilado en mi cuarto a la cocina y puse
la música en toda la casa, para poder escucharla desde cualquier lugar.
Dirigiendome
al baño, pensaba en el maldito sueño. Ojala hubiera sido la primera vez que me
encontraba con él. No, para nada. Había perdido la cuenta de las veces que se
repetía aquella secuencia endemoniada en mis pensamientos cada vez que me iba a
dormir.
Ante
el pequeño espejo del baño, apareció la figura de una chiquilla desgarbada, con
el pelo lacio y castaño y los ojos marrón claro. La sonreí con desgana; ahí
estaba mi reflejo, una vez más, esperandome con cara de zombi a que la
arreglara y le pusiera algo de maquillaje para que la gente no se asustara al
cruzarse por la calle conmigo. La verdad es que era de lo más normal que te
podías echar a la cara: un historial academico normalito, sobresaliente en mis
tiernos años de primaria. Ningun tipo de enfermedad rara, ni problemas con
amigos, peleas, tabaco, alcohol... Podría decirse que sería una hija modelo, de
no ser tan jodidamente mediocre. Porque así como no había destacado por hacer
nada malo, tampoco había sido el caso de destacar por ser buena en algo. Quizás
en tener demasiada imaginación. Si, posiblemente, era lo mejor que tenía.
Aún
en la cocina, me di cuenta de que llegaba tarde al primero de los tres examenes
que tenía aquella mañana. Me metí la tostada que estaba comiendome en aquel
momento en la boca de tres mordiscos y de dos zancadas, me planté en la
habitación, buscando mi reproductor de música, mis cascos y mi mochila. Con la
chaqueta puesta y mi música sonando de nuevo pero esta vez en mis oídos, como
la banda sonora personal de mi vida.
El
camino hasta la academia era sencillo, rápido, y me lo conocía de memoria.
Demasiado rápido; no me daba tiempo a escuchar una canción completa cuando me
dirigía hacia allí. Con las manos en los bolsillos, observaba las calles, que
estaban más vacías de lo que acostumbraba. Me encogí de hombros ante aquel
pensamiento; probablemente eran imaginaciones mías. A su vez, volvió a mí el
bendito sueño que había morado en mis sueños aquella noche, haciendome sacudir
la cabeza para sacarlo de ella.
Finalmente,
llegué a la pequeña plaza donde se encontraba mi academia, normalmente
frecuentada por ancianos adorables que daban de comer a las palomas o jugaban
al dominó en las mesitas ideadas para ello. Pero no. Ni siquiera en la plaza
había un solo alma.
Miré
en mi reloj, por si acaso me había equivocado de día y era sábado o domingo,
pero no, era viernes, un viernes tranquilo, normal y corriente. Caminé en
diagonal, atravesando la plaza para llegar a mi academia, cuando mi reproductor
dejó de funcionar, quedandose en silencio. Me quité los cascos, contrariada.
“¿¡Se puede saber que está pasando!?”, me pregunté, buscando el dichoso apartito
entre mis multiples bolsillos, cuando todo el suelo tembló y me hizo perder el
equilibrio y caer.
Levantandome
a duras penas, observé como el cielo se iba oscureciendo poco a poco.
Imposible, eran las nueve de la mañana, no podía hacerse de noche. Finalmente,
adquirió un color morado, azul oscuro, casi negro, con las nubes aun
salpicandolo, teñidas del mismo color. El temblor volvió a producirse, esta vez
todavía más fuerte, y yo me eché al suelo, en mitad de la plaza, preparandome
por si algo caía que no me diera a mí.
El
temblor cesó al igual que el anterior. Yo me levanté, con la respiración
acelerada y un terrible malestar general. Los edificios que había a mi
alrededor se habían quebrado por la mitad, alfombrando el suelo con escombros.
No había rastro de nadie, lo cual en cierto modo me aliviaba; no me hubiera
gustado encontrarme con cientos de cadaveres. Sin embargo, mi alivio duró poco,
cuando vi algo negro y oscuro moviendose hacia mí.
Era
del tamaño de un niño pequeño, todo ello negro. Pese a tener forma
antropomorfica, con brazos y piernas sobre las que caminaba y un pequeño torso,
su cabeza era completamente redonda y negra, de la que salían dos antenitas y
brillaban dos enormes y redondos ojos amarillos. Aquel ser, que a primera vista
me resultó gracioso, me tiró hacia atrás de un cabezazo, sentandome de nuevo en
el suelo. Qué demonios...
El
pequeñin no estaba solo. De hecho, era yo quien estaba sola y rodeada por una
gran multitud de aquellos bichos. Estaban por todas partes, salían de los edificios
derruidos, eran una marea de puntitos amarillos. Girando sobre mis pies,
nerviosa, miré como estaba atrapada y a su completa merced.
La
cabeza empezó a dolerme con fuerza en las sienes a causa del peligro. Es decir,
a causa de la terrible sensación de proximidad a la muerte. Estaba a punto de
diñarla. Había tantas cosas que quedaban sueltas. ¿Y mis padres? ¿Y mis amigos?
¿Y mi futuro? ¿Donde estaba todo aquello? Porque ni siquiera me atrevía a
pensar, me encontraba paralizada en aquella situación. Y aunque hubiera
agarrado cualquier cosa, cualquier objeto contundente, ¿de qué demonios iba a
servir? De nada. Ni siquiera sabía que eran esos demonios negros, aquellas
hormigas de tamaño exagerado.
La
respiración empezó a escasearme, haciendo que me arrodillara, notando como esos
seres se empezaban a aproximar hacia mí. “Que hago... ¿que hago ahora...?” eran
las únicas palabras que mi mente podía procesar. Cuando...
Un
olor a quemado invadió el ambiente. Como una chimenea recien encendida, como
una cerilla ardiendo lentamente. Abrí los ojos, cuando observé una tremenda
llamarada al otro lado de la plaza. ¿¡Que cojones había sido eso!? Los bichitos
habían notado también aquella ardiente presencia que los estaba disminuyendo y
carbonizando. Oh, perfecto. Iba a pasar de morir a manos de hormigas negras a
morir quemada. Para mí, iba a ser prácticamente lo mismo, estaba a esto de
dejar de existir.
—¡Cría,
lárgate de ahí!
Eso
me hizo reaccionar. Aquella voz masculina y socarrona, casi de coña, me sacó de
mi trance cobarde y suicida que me hacía quedarme ahí quieta. Aunque no es que
me hiciera reaccionar muy sabiamente, ya que tiré hacia las llamas.
Probablemente,
era el instinto de seguir aquella voz. No sabía a quien pertenecia, ni siquiera
si era real o producto de mi imaginación, pero de cualquier manera, algo había
provocado esas llamaradas y tenía que descubrir qué había sido.
Una
rueda metálica, por definirlo con alguna exactitud, me pasó silbando a unos
centimetros de mi cabeza, derribando a varios bichos del golpe. Seguí la
trayectoria de aquella extraña arma, para encontrarme con un tío bastante
extraño, probablemente, quién había provocado todo aquel espectáculo
pirotécnico. Lucía un peinado puntiagudo, echando todo su cabello rojo hacia
atrás y terminando en picos. Vestía una larga túnica negra de cuero con
capucha, y dominaba las llamas para terminar con la vida de aquellos seres.
—¡Pero
no te quedes ahí parada! ¡Agarra algo e intenta quitartelos de encima!
Sí,
era quién me había hablado antes. Busqué algo que me pudiera servir para
achantar a las hormigas, pero no encontré nada útil. Mis ojos repararon en una barra
metálica, probablemente, un extremo de alguna farola cercana, que tenía una
longitud suficiente como para ser manejable. La agarré y empecé a golpear a
aquellos bichos con ella. Se molestaban y me intentaban atacar, pero yo
arremetía con más fuerza aún, logrando hacerles retroceder. No conseguía el
mismo efecto que las llamas del chaval pelirrojo, pero oye, al menos no era un
lastre como las típicas damiselas en apuro. Mira que odio ese estereotipo...
—¡Siguen
apareciendo! —me atreví a decir, ya que no me quedaba más remedio que dejar la
vergüenza y la tímidez a un lado—. ¡¿Cuando demonios van a largarse!?
—¡Tú
sigue dandoles caña, esto se acabará dentro de poco!
No sabía
a que se refería, pero seguí enchufandolos con mi improvisada arma, aplastando
sus cabecitas, haciendo que cada vez retrocedieran más. En parte me daban pena,
eran la mar de monos. Por otra parte, quería que se largaran de una puñetera
vez.
Finalmente,
entendí a que se refería el pirómano, cuando los bichitos empezaron a
desvanecerse en el aire. Él extinguió las llamas que había provocado, caminando
hacia una de las salidas de la plaza. Yo le seguí, no quería quedarme sola,
tenía demasiadas preguntas en la cabeza. Demasiadas sin responder.
—¡Eh
espera! —el tipo era muy alto, demasiado como para que pudiera caminar a su
ritmo sin fatigarme—. ¿Quién eres? ¿Qué acaba de pasar? ¿Dónde demonios
estamos? ¿Estamos solos? ¿Qué ha sido ese tem...? —él me calló girándose y
mirandome con impaciencia.
—Si
te quedas calladita un rato, a lo mejor te lo cuento y todo. Así que, hazme el
favor de seguir caminando.
Quería
contradecirle, intentar buscar otra vez respuestas, pero sabía que no era la
mejor idea. De todas maneras, me había dicho que me diria que sucedía, y la
verdad, es que era la única persona que había visto en aquel día... bueno... si
es que seguía siendo viernes. Ya había perdido la noción del tiempo.
Mientras
caminaba, a poco más de un metro detrás suya, iba pensando y analizando lo que
acababa de pasar. No podía darle una explicación lógica. Fuego creado por un
humano, hormigas del tamaño de un niño, temblores destructores de edificios en
una ciudad en la que nunca se han experimentado terremotos... Estaba empezando
a dolerme la cabeza, y la idea de desconectar y seguir actuando automaticamente
sin pensar en todo aquello me iba pareciendo cada vez más atractiva.
—Bueno,
chata. Ya hemos llegado.
Ahí
estaba, al final del callejón que siempre evitaba, una nave. ¡UNA PUÑETERA
NAVE! Era grande, bastante grande, de hecho, tenía suerte de que los edificios
hubieran quedado reducidos a escombros, sino no podría haber sido aparcada ahí.
Una pequeña escalerilla estaba extendida y la compuerta que parecía llevar al
interior estaba abierta, esperandonos.
Él
dió el primer paso, caminando hacia el interior, cuando yo le agarré de la
muñeca. Las dudas me martilleaban el cerebro, y sí, tenía dudas y mucho miedo
acerca de lo que iba a suceder a continuación.
—Espera...
¿Cómo te llamas?
—Te
he dicho que te respondería ahí dentro, pes...
—¡Ya
lo sé! —chillé yo, descontrolando mi tono—. ¡Pero es duro para mí! ¡Toda esta
mierda! ¡Estos escombros son los edificios que veo a diario para ir a mi
academia! ¡Probablemente mi casa haya quedado reducida de la misma manera!
¡Tengo mucho miedo! ¡Sólo quiero saber un nombre al que dirigirme!
Él
hizo una mueca, como para no, menudo discursito que le había largado. Pero
sonrió de medio lado y me agarró del hombro con cierta desgana, llevandome a su
paso.
—Axel,
me llamo Axel. ¿Tú eres Bianka, verdad?
—S-sí,
¿cómo sabes eso?
—A mi
no me mires, yo solo soy un mandado. Hay alguien que quería venir a recogerte,
y nos han mandado hasta al apuntador.
Me
hacia gracia su manera tan coloquial de hablar; me recordaba a cualquiera de
mis compañeros de clase. Me reí ante aquella última frase y pasé a duras penas
por las escaleritas, sintiendo mi cuerpo machacado y dolorido por la batalla.
El
interior de la nave no tenía nada que envidiar a cualquier película de ciencia ficción.
Completamente hecha de metal, con dos asientos para piloto y copiloto,
ventanales que permitían ver lo que rodeaba al vehículo y un par de puertas,
probablemente para el almacén y otro compartimento. En uno de los asientos se
encontraba una chica, más o menos de mi edad, con el pelo rojizo y cortito y
ropa de estilo punk.
—Esta
es Hikari, aunque todos la llamamos Hika.
La
chica, al darse por aludida, se levantó y caminó hacia nosotros con sus pesadas
botas de hebillas. Esbozó una cálida y amplia sonrisa y me tendió la mano, que
yo tomé gustosamente. Me sentía bien al tener al lado a alguien más cercano a
mi en más de un aspecto, incluido el estilo de vestir.
—¿Qué
tal todo? ¿Te ha molestado mucho el ericito? —bromeó ella, sonriendo.
—Hika,
no te pases que te la llevas —replicó él, ocupando el asiento del piloto y
empezando a tocar la maquinaria de la nave.
—Bleh,
sabes que no podrías tocarme aunque así lo quisieras. Bueno, ¿Bianka, no?
—asentí con la cabeza, contrariada de que tanta gente conociera mi nombre—. Te
llevaré al dormitorio. Básicamente, tienes una carica de desorientada que no
puedes con ella, así que lo mejor será que descanses un rato hasta que
lleguemos a nuestro destino.
—Pero...
¿dónde vamos...? —pregunté yo, intentando indagar más acerca de todo lo
sucedido.
—Ya
te lo contaré luego. Ahora tú preocupate por dormir un poco, ¿va? Yo me tengo
que encargar de que eso que está al mando no nos estrelle contra un asteroide.
Hika
me llevó hacia una de las dos puertas, abriendola al detectar nuestra presencia
y deslizandose a un lado. Dentro, había cuatro literas, sujetas a la estructura
de la nave para máxima estabilidad. A uno de los lados, había un escritorio
metálico con un portatil encima.
—Bueno,
aquí estamos. Tu litera es aquella de la derecha, la de arriba. Si notas movimiento,
es que uno de los dos vamos a echarnos un rato. También puedes usar el
ordenador si quieres. ¡Hasta luego, bella durmiente!
La
puerta volvió a deslizarse cuando Hika salió de la habitación, dejándome sola
de nuevo. La iluminación del compartimento procedía de la parte baja de las
paredes, dandole un ambiente iluminado lo suficiente como para que resultara
agradable y visible al mismo tiempo.
Miré
de nuevo al ordenador. Pensé en escribirlo. Sí, en escribir todo esto. Como un
diario. Un diario de esta pesadilla, de este sueño, o de esta aventura de verdad.
Todo era tan extraño que debía plasmarlo en algún sitio. Aun llevaba mi pequeña
bandolera, con mi material para clase, entre ellos, un pendrive perfecto para
guardarlo. Pero no. Aquella noche no lo haría, estaba demasiado cansada
mentalmente como para hacerlo. No... mañana lo haría. Sí.
Me
subi a las pequeñas escaleritas y me tumbé en la cama. Extrañamente, estaba
calentita, como si tuviera una especie de calefactor en su interior. Me
gustaba, de hecho, tumbarme y cubrirme con aquellas agradables sábanas hacía
sentirme como en casa. Sin embargo, ¿cuando sería la próxima vez que volvería a
estar en mi cama...? ¿En mi casa...?
¿En mi hogar?